Us adjunto un article publicat a La Vanguardia.
Sempre he tingut en bona consideració el criteri del Sr.Cardús. En aquest cas torno a coincidir plenament amb la seva opinió.
Moltes vegades no et pares a formular una idea estructurada sobre tot el què t'envolta. I llavors et trobes per casualitat amb un article així i penses: "mira, és justament això el què crec que està passant"..
Crisis política, no de gestión
LO QUE SE ACABA discutiendo ya no son las mejoras que el Estatut podría introducir en la gestión del país, sino las lealtades.
Moltes vegades no et pares a formular una idea estructurada sobre tot el què t'envolta. I llavors et trobes per casualitat amb un article així i penses: "mira, és justament això el què crec que està passant"..
Crisis política, no de gestión
LO QUE SE ACABA discutiendo ya no son las mejoras que el Estatut podría introducir en la gestión del país, sino las lealtades.
SALVADOR CARDÚS I ROS - 17/05/2006
La situación de larga crisis política que vive Catalunya se ha agravado ante los ciudadanos de una manera muy especial por no tener gran cosa que ver con la gobernación del país. Es decir, se ha tratado de una inestabilidad provocada fundamentalmente por luchas de poder que se dirimían al margen de la Administración gubernamental. Ya quedó claro en el anterior cambio de gobierno, y se ha repetido ahora: no se ha echado a ningún miembro -o a casi ninguno, rectifico- por incompetencia, sino por la necesidad de marcar terreno, es decir, de afirmar la autoridad del presidente o del partido, o por asegurar otros apoyos en menesteres que poco tienen que ver con la gestión diaria de lo público. Y es en esa desconexión radical entre la batalla política y la gestión que el conflicto acaba apareciendo como algo obsceno a los ojos de la gente corriente.
[...]
En Catalunya, la mayor parte de dificultades del Gobierno tripartito ha venido por cuestiones políticas: desde la entrevista de Carod-Rovira con dirigentes de ETA, pasando por la acusación del cobro de comisiones en los gobiernos anteriores y mil otros conflictos, hasta llegar al debate estatutario. Dejando a parte el accidente del túnel del Carmel, donde la responsabilidad real del actual Gobierno era limitada, por no decir confusa, el resto de problemas se ha situado siempre en la confrontación ideológica, en la discusión del modelo constitucional o estatutario y en las luchas internas o entre partidos para ocupar el poder.
Me parece claro que el Estatut ha sido víctima, también, de esta dinámica. Si se hubiese planteado como un camino para la mejora de la gestión de los futuros gobiernos de Catalunya, todo habría transcurrido con una cierta tranquilidad. Pero el nuevo Estatut se puso al servicio del modelo federal y la España plural; de un cambio de modelo de financiación de alto voltaje político; de una afirmación de soberanismo político que debía expresarse en el reconocimiento de la nación catalana y de sus derechos históricos previos a la Constitución; de una declaración de derechos y deberes tan abstractos como sesgados hacia una determinada concepción del mundo...
Y cuando los equilibrios han estallado, lo que se acaba discutiendo ya no son las mejoras que el Estatut podría introducir en la gestión del país, sino las lealtades, los modelos, las ideologías y el derecho a decidir. Lo que me parece abusivo es que ahora se pida al ciudadano que tenga el seny y la prudencia que los principales protagonistas, en su momento, no tuvieron.
Ahora se pide que juzguemos al nuevo Estatut con unos criterios que no son los que los partidos adujeron en sus campañas electorales en el 2003, ni los que han esgrimido durante todo el cruento debate. Probablemente, los catalanes se comportarán con más prudencia de la que se podría esperar. Se votará, sea por el sí, sea por el no, con un sentido de responsabilidad que no se habrá aprendido precisamente de los que nos piden que vayamos a las urnas.
Por otra parte, las campañas por el sí y por el no, lamentablemente, no se van a encontrar, porque no discutirán sobre lo mismo. Inevitablemente, la campaña del si exigirá un ejercicio de olvido -no sólo de las salidas de tono entre los que ahora van a coincidir, sino de lo que se prometió irresponsablemente que podía ser el Estatut-, mientras que la campaña por el no exigirá poner en acento en el recuerdo de las grandes promesas frustradas, aunque algunos de los que lo pidan también estuvieron muy a punto de olvidarlas. Y, dada la lógica mediática de la política actual, ni que decir tiene que van a tener ventaja los que pidan que se olvide y tendrán desventaja los que quieran hacer memoria: la aceleración informativa a la que está sometida la política actúa como una gran goma de borrar que permite -y obliga a- escribir cada día una nueva teoría interpretativa sin necesidad de grandes coherencias y donde la memoria es un lastre abandonado que es imposible arrastrar.
Insisto en que la crisis del tripartito no ha sido principalmente de gestión, aunque haya tenido algunas áreas francamente deficientes, como también las tenían los gobiernos anteriores. Lo que se ha producido es una crisis de poder causada por la incapacidad de medir exactamente las propias fuerzas y liderarlas y, cosa mucho peor, por consumir las que se tenían para ajustar cuentas internas. Ésa es la gran obscenidad que los resultados del próximo referéndum, sean los que sean, no van a resolver y que la clase política no parece dispuesta a remediar.
La situación de larga crisis política que vive Catalunya se ha agravado ante los ciudadanos de una manera muy especial por no tener gran cosa que ver con la gobernación del país. Es decir, se ha tratado de una inestabilidad provocada fundamentalmente por luchas de poder que se dirimían al margen de la Administración gubernamental. Ya quedó claro en el anterior cambio de gobierno, y se ha repetido ahora: no se ha echado a ningún miembro -o a casi ninguno, rectifico- por incompetencia, sino por la necesidad de marcar terreno, es decir, de afirmar la autoridad del presidente o del partido, o por asegurar otros apoyos en menesteres que poco tienen que ver con la gestión diaria de lo público. Y es en esa desconexión radical entre la batalla política y la gestión que el conflicto acaba apareciendo como algo obsceno a los ojos de la gente corriente.
[...]
En Catalunya, la mayor parte de dificultades del Gobierno tripartito ha venido por cuestiones políticas: desde la entrevista de Carod-Rovira con dirigentes de ETA, pasando por la acusación del cobro de comisiones en los gobiernos anteriores y mil otros conflictos, hasta llegar al debate estatutario. Dejando a parte el accidente del túnel del Carmel, donde la responsabilidad real del actual Gobierno era limitada, por no decir confusa, el resto de problemas se ha situado siempre en la confrontación ideológica, en la discusión del modelo constitucional o estatutario y en las luchas internas o entre partidos para ocupar el poder.
Me parece claro que el Estatut ha sido víctima, también, de esta dinámica. Si se hubiese planteado como un camino para la mejora de la gestión de los futuros gobiernos de Catalunya, todo habría transcurrido con una cierta tranquilidad. Pero el nuevo Estatut se puso al servicio del modelo federal y la España plural; de un cambio de modelo de financiación de alto voltaje político; de una afirmación de soberanismo político que debía expresarse en el reconocimiento de la nación catalana y de sus derechos históricos previos a la Constitución; de una declaración de derechos y deberes tan abstractos como sesgados hacia una determinada concepción del mundo...
Y cuando los equilibrios han estallado, lo que se acaba discutiendo ya no son las mejoras que el Estatut podría introducir en la gestión del país, sino las lealtades, los modelos, las ideologías y el derecho a decidir. Lo que me parece abusivo es que ahora se pida al ciudadano que tenga el seny y la prudencia que los principales protagonistas, en su momento, no tuvieron.
Ahora se pide que juzguemos al nuevo Estatut con unos criterios que no son los que los partidos adujeron en sus campañas electorales en el 2003, ni los que han esgrimido durante todo el cruento debate. Probablemente, los catalanes se comportarán con más prudencia de la que se podría esperar. Se votará, sea por el sí, sea por el no, con un sentido de responsabilidad que no se habrá aprendido precisamente de los que nos piden que vayamos a las urnas.
Por otra parte, las campañas por el sí y por el no, lamentablemente, no se van a encontrar, porque no discutirán sobre lo mismo. Inevitablemente, la campaña del si exigirá un ejercicio de olvido -no sólo de las salidas de tono entre los que ahora van a coincidir, sino de lo que se prometió irresponsablemente que podía ser el Estatut-, mientras que la campaña por el no exigirá poner en acento en el recuerdo de las grandes promesas frustradas, aunque algunos de los que lo pidan también estuvieron muy a punto de olvidarlas. Y, dada la lógica mediática de la política actual, ni que decir tiene que van a tener ventaja los que pidan que se olvide y tendrán desventaja los que quieran hacer memoria: la aceleración informativa a la que está sometida la política actúa como una gran goma de borrar que permite -y obliga a- escribir cada día una nueva teoría interpretativa sin necesidad de grandes coherencias y donde la memoria es un lastre abandonado que es imposible arrastrar.
Insisto en que la crisis del tripartito no ha sido principalmente de gestión, aunque haya tenido algunas áreas francamente deficientes, como también las tenían los gobiernos anteriores. Lo que se ha producido es una crisis de poder causada por la incapacidad de medir exactamente las propias fuerzas y liderarlas y, cosa mucho peor, por consumir las que se tenían para ajustar cuentas internas. Ésa es la gran obscenidad que los resultados del próximo referéndum, sean los que sean, no van a resolver y que la clase política no parece dispuesta a remediar.
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